PostHeaderIcon Un hombre en la niebla (III)

Han pasado apenas unos segundos desde que parece el coche y ahora sea de él como un moderno caballero, con las “armas de la época”, piensa y sonríe nerviosa y asustada de sí misma por tener esos pensamientos tan absurdos en momentos así. “La mente se defiende de cualquier manera”, se dice.

Fuera del coche, continúa hacia adelante, alumbrando con la linterna de manera que le pueda dar la vuelta en cualquier momento para defenderse. Mientras se va acercando al lugar que ocupaba el puente siente que más que miedo le invade la curiosidad.

 

Hay un hombre, de pie junto al pequeño barranco de la rambla. Le ve el perfil de la cara. No parece que esté borracho. Es fornido y lleva ropa antigua, no vieja, como la que ha visto a sus tíos en fotos viejas, de cuando eran apenas unos críos, ropa de labranza, alpargatas y boina. Un chaleco de pana clara que le resulta familiar. Está murmurando algo mientras mira la rambla. Decide no seguir avanzando. El hombre, a pesar de que la luz de la linterna, parece que no la ha visto, o que no le importa que ella esté allí. El hombre sigue murmurando algo mientras mira hacia abajo. Le oye decir: “Mi perdición. Fue mi perdición”.

No está borracho. Es un labriego, y no esta borracho.

Quiere salir corriendo de allí, aunque no sé puede mover. Quiere salir corriendo hacia el coche pero no puede. De su boca sale una pregunta, con un tono que resulta aterrador por lo seguro que suena. En su voz no hay miedo cuando pregunta como si lo conociese: “¿Qué fue tu perdición”.

Se da cuenta de que conoce a ese hombre. Él se gira un poco y parece cerciorarse de que quien allí le pregunta es alguien que conoce. Responde en tono familiar: “Hija, no salí solo de aquí. Te lo tengo que decir querida mía”.

“¡No!. ¡Tú no eres…!”. Apenas susurra. “¿Quién eres?”. No puede más. Desvía la mirada hacia el suelo intentando NO comprender. Cuando vuelve a mirar, allí ya no hay nadie. Gira a su alrededor como una loca, enfocando con la linterna y corre. Es veloz a la carrera y los veinte metros que la separan del coche son nada en nada de tiempo.

Gira el coche en el camino lo más rápido que puede, no quiere ni pensar que nada o nadie se le pueda atravesar, porque va a atropellar a lo que se le ponga por medio sin importarle otra cosa que salir a la carretera y no parar hasta su casa, hasta sus padres.

Aquel no era un borracho. La persona que había visto no estaba bebida ni parecía perdida. No era nadie que necesitara ayuda. Pero tampoco le ha parecido haber vivido un episodio extraño. No, aquel tampoco era un fantasma, de ésos de los que en tantos sitios haya tantas historias, que siempre están tan en boca y que nadie ha visto. Nada, nada en esos segundos vividos le ha hecho sentir miedo. Excitación, preocupación, pero miedo, no ha sentido miedo ante aquel hombre. Aquel hombre le resultaba familiar. Sabe que le conoce pero no quiere admitirlo. Sigue negando, sigue negándose lo que acaba de vivir mientras llega a su refugio.

Recorre aquellas cuatro calles solitarias. Detiene el coche para contemplar aquel lugar. Su pueblo. Apenas quinientos habitantes. En días frescos, como el que acaba, aún siendo viernes noche, no cruza sus faros con ningún coche, no sorprende el paso de ningún vecino.

No siente la tranquilidad de siempre al llegar. Todo lo contrario. Aquel “remanso de paz”, el lugar que vio nacer a su madre, el hogar de sus abuelos… sus raíces… su abuelo, la persona que, sin saberlo, tanto le marcó. El cariño contenido que desde niña él le prodigó. El recuerdo de esa figura que tanto le ha tranquilizado estos años, ahora la inquieta e interroga, y con cada pregunta su mente se defiende con un NO, silencioso y rotundo.

Quiere contar lo que le ha ocurrido, sabe que se sentiría mejor. Es imposible. Sus padres velarían su preocupación para nada. En vez de una persona escrutando la oscuridad, cono los ojos abiertos como un búho, habría tres esa noche en su casa. Y para nada. Debe ser ella, nadie más. Si la creyesen, y sus padres, sobre todo su madre, la creerían, sería para nada. ¿Qué podrían hacer ellos?

“Además, si no me lo creo ni yo. No creo lo que he visto. No puede ser verdad. Tiene que haber una explicación. A la luz del día pensaré mejor. Tres horas aún para que amanezca. Una eternidad entre ahora y las claridades a través de la persiana. Paciencia, ten paciencia” Se dice y decide “Mañana vuelvo allí, a pleno mediodía, tengo que ir a plena luz”.

Loma no se ha separado de ella desde que ha entrado por la puerta. No tarda en dormirse, tumbada en la alfombra, junto a su cama, pero esta noche permanece despierta, como ella, durmiendo a ratos que nota a su dueña más tranquila, cuando el sueño vence la preocupación, raros momentos.

Son las diez de la mañana. Ha salido con Loma un rato al campo. Ducha para intentar despejar el cuerpo, la mente sigue envuelta en nieblas, y desayuno. Su madre se entrega a sus labores caseras desde hora temprana. La saluda y se sirve la leche. Cuando se sienta, tras un rato, su madre, sin más, le espeta: “¿Qué te pasa?... ¡Tienes una careto…! ¿Es que estás mala…?”

“No, bueno, no sé”, contesta. Piensa que s mejor hacerle creer que está acatarrado o algo así, antes de que se preocupe más, y sigue diciendo: “Esta semana me he levantado varías días carraspeando, y estoy algo más cansada. Me parece que me estoy constipando”. “¡Ah, bueno!”, replica aliviada su madre. “Tenías una cara que parecía que hubieses visto yo que sé”. “Lo que tienes que hacer es abrigarte bien y comer lo que debes, que llevas un ritmo que lo que me extraña es que no te dé un arrechucho de verdad. El día menos pensado te llamo y me vas a contestar desde el hospital. Parece que se te hubiera olvidado la semana que estuviste en cama hace menso de seis meses. ¡Menudo gripazo pillaste! ¡Y por lo mismo! Y aún contestando desde la cama las llamadas de tu jefe, que ése es otro impresentable que ni conozco ni quiero conocer”. “No te preocupes”, le dice, “Si el lunes me levanto igual que hoy llamo y le digo que me quedo en casa y, acto seguido, desconecto el móvil”. “Eso es lo que tienes que hacer”, sentencia la madre.

“¿A qué hora es el bautizo, mamá?” “La misa es a las seis y luego ya bajamos todos al mesón a celebrar el convite”. “¡Ah, entonces tengo tiempo de sobra! Me voy a vestir que tengo que ir a comprar”. La madre la mira un tanto contrariada. “¿A la ciudad? ¿A qué vas hoy, a comprar qué? ¡Qué manía estáis cogiendo tus hermanos y tú de perder la mañana del sábado allí! Venís de una para meteros en otra. Y luego decís que es que venía al pueblo a vernos a tu padre y a mí”, se queja.

“A ver mamá. Ayer me olvidó sacar dinero para el bautizo, y quiero regalarle algo a la prima, que le regalamos al bebé para el nacimiento, siempre se le regala al bebé pero a la madre, fuera de flores y bombones, pocas más atenciones se le dedican. Además, con lo que mal que ella lo ha pasado en el parto, pues me apetece tener una atención”, le argumenta. “Haz lo que veas pero vete ya y así te da tiempo a estar de vuelta para comer”, y acaba diciendo “¡Venga carretera para aquí y para allá, y eso que nosotros no estamos muy lejos, pero no es eso hija, no es eso!”. “Lo sé, lo sé. A las dos estoy aquí de sobra”, acaba diciendo para calmarla.

 

 
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