PostHeaderIcon Un hombre en la niebla (II)

No estaba segura de lo que había visto. La pareció más una imagen mental que real. Aquella noche creyó que sus recuerdos le habían provocado el deseo de ver lo que no era. Por eso ni se le ocurrió parar. Por eso y porque iba sola. Tuvo miedo, pero no pánico. Lo más seguro es que fuese algún borracho que había aparcado en alguna cuneta, con el coche oculto a los que pasasen por la carretera, y buscaba un sitio donde orinar, donde vomitar, que le diera el aire fresco y despejarse, o todo a la vez. Aquel era un comportamiento que, en fin de semana, se repetía mucho en los pueblos. Era viernes noche, un poco pronto para desvariar así, pero amigos suyos habían hecho cosas más extrañas bajo los efectos del alcohol. Lo más probable es

que fuese un borracho sorprendido por la luces de su coche, y no se iba a parar, sola, a ver si necesitaba ayuda. La impresión que ella tuvo no fue que aquella figura necesitara ayuda. De cualquier manera, mientras acababa de recorrer los kilómetros que restaban hasta su destino, no estaba segura de nada, solo de una cosa, y es que no iba a parar allí a aquellas horas. No pensaba ni por asomo dar la vuelta, aunque, en los primeros instantes, algo le dijera que debía hacerlo, el sentido común le indicaba lo contrario, y decidió ser una persona común con sentido común.

Pero se había acabado lo de ser una persona como las demás.

“¡Ah! ¡Por fin el pueblo! En media hora estoy en la cama”, piensa. Es pronto, lo suficiente como para que su padre la reciba aún despierto. Él y Loma. La perra más lista y bonita. El animal al que ella adora y cuida como si no hubiera otro mejor.

Besos, las preguntas obligadas sobre el viaje, lo “ritos” de cada vez que asomas por casa, de mes en mes como pronto. Pequeños gestos que te hacen falta como el respirar, sin ser consciente de esa necesidad hasta que no arribas a tus costas serranas.

“¿Mamá?, pregunta. “Sí, hija, está arriba”, responde su padre, “Durmiendo hace rato”, afirma su padre mientras asiente con la cabeza y continúa: “Cuando subas tendrá un ojo medio abierto, pendiente de que pases a su habitación. Si no, ya sabes mañana la tienes refunfuñando porque no le dijiste nada cuando llegaste”.

Aunque los ve poco, agradece que sus padres se mudasen definitivamente al pueblo hace ya algunos años. Según se le complica la vida los echa más de menos. La distancia es la culpable de no poder contar los unos con los otros más de lo que querrían. Pero, de seguir ellos viviendo en la inmensa Madrid,  no visitaría Alcadozo con la asiduidad que lo hace. De aquel lugar es su madre, una morenaza de grandes rizos, de piel clara y ojos verdes cristalinos, que sigue siendo guapa y sonriendo inocentemente a sus 60 años ya cumplidos. El castizo larguirucho, presumido de flequillo castaño y un poco narizón que fue allí a trabajar, a un perdido rincón serrano, frontera natural y humana entre Campo de Montiel y Sierra del Segura, hacía tantos años, no dudó en que aquella en apariencia pueblerina de provincias valía para él más que ninguna señorita urbana que pudiese conocer. Sí, de aquel perdido pueblo serrano es su madre, de allí la historia de amor de ella y su padre, el inicio de sí misma. De allí es la mitad de su sangre, de sus raíces, de su manera de ser. La otra mitad, urbanitas hasta el tuétano, sangre gata castiza de más de seis generaciones atrás –como los castellanos viejos presumían hace siglos-. Es parte, la chica de ciudad, está a diario inmensa en su propio caldo. A la que hay que cuidar es a la frágil y sanota pueblerina que lleva dentro. Por eso necesita el oxígeno que cada visita al pueblo le proporciona, que llena cuerpo, mente y espíritu.

Una vez más su mente descansa, en los cojines que todos estos pensamientos suponen para ella, delante de un vaso de leche, conversando con su padre y acariciando a su mascota. La fórmula infalible para relajarse y acabar de tomar el sueño.

Dormir sin más, sin pensar en nada más que en lo calentita que está en la cama, sin pensar en nada, en nada, sin pensar en siquiera en el “hombre en la niebla”. “¡Mierda!”. Cuando ya se había olvidado de él… En un segundo, los ojos como platos.

Las primeras claridades que entran por su ventana la descubren en pleno esfuerzo mental para echar de su cabeza aquella imagen para poder descansar siquiera unos minutos.

Esa noches no, pero día y medio da para mucho, y su necesidad de descanso es mayor que su intranquilidad por aquella fugaz visión. Ya ni se acuerda de mirar hacia aquel lado de la carretera cuando emprende el camino de vuelta. Las tres horas que dura el viaje las suele emplear en organizar mentalmente la semana, para ir haciéndose a la idea. Lo bueno en esta ocasión es que la siguiente visita no se va a demorar. Hay celebración familiar. Bautizo de una primita. En apenas dos semanas regresa. Se sonríe frente al volante.

Once de la noche de quince días más tarde. Pocos kilómetros para llegar al pueblo. A esas alturas ya está pensando en su vaso de leche y en el pijama. “Otra vez hay niebla, en estas fechas no suele haber niebla en esta zona”, piensa. Según se aproxima a la curva se descubre rezando en silencio. “No. Esta vez no. Si el otro día no vi nada. El cansancio engañó a los ojos. Eso fue lo que pasó”. Enfila el tramo tan temido, la curva que salva el viejo puente… “¡Ahí está de nuevo! ¡No puede ser! ¡¿Qué es eso?! “–piensa desbocaba- “¡¿Quién es?!” Un instante de silencio en su cabeza y luego: “¿Me va a pasar esto cada vez que pase por aquí? ¿Me estaré volviendo loca? ¿Cómo saberlo? ¡No puede ser!”. Lo ha decidido: “¡No puedo creer lo que voy a hacer!”. Con la mirada perdida en la niebla, señaliza y se aparta hacia el arcén. Detiene el coche un momento y se mira en el espejo retrovisor. Su cara no refleja miedo pero ella está aterrada. Su gesto refleja más bien decisión, y verse así reflejada le da fuerzas para hacer lo que va a hacer. Parece que su voluntad es más fuerte que su miedo. Su voluntad de saber qué es lo que está pasando. Reanuda la marcha, lenta, por el arcén y señalizando hacia su derecha. Busca el inicio del camino que sabe que hay a pocos metros, el viejo camino interrumpido en aquel punto por la construcción de la carretera, el camino que pasaba sobre el viejo puente. Allí está, en ese punto, y hasta la rambla que salvaba el puente, su trazo sigue limpio y ancho. Aún lo usan los tractores para acceder a los campos de cultivo junto a la carretera. Gira el coche a la derechos 180 grados y entra en el camino, guiándose por el guarda raíles. Unos metros más arriba, aún entre la niebla, sus faros aciertan a iluminar lo suficiente. La niebla ahora parece que aclara y puede ver mejor donde se detiene.

Hasta ahora ni un alma. “Casi mejor”, piensa. No para el coche, ni la radio, necesita oír algo, sabe que lo mejor sería el silencio para advertir si se acerca alguien, pero los ruidos del campo en plena noche la pueden volver loca con aquella excitación. Así que deja el coche tal cual, en punto muerto y con el freno de mano “si resulta que después de todo es un chorizo que me lo roba, hasta me quedaría tranquila”. Antes de salir se enfunda el abrigo, coge su bolso y se lo cruza, de manera segura. El móvil en un bolsillo, que esté cerca “para llamar si me hace falta”. Y la linterna. Normalmente va en el maletero pero, cuando viaja sola en trayectos largos, la pone dentro, junto a ella, en algún sitio desde donde se fácil cogerla sin mirar. Es una defensa inmejorable. Cogida al revés, el mango se convierte en una porra de acero, ligara para quien la maneja y contundente para posible agresor. Nunca hasta esa noche le ha hecho falta, y quiere que siga siendo así.